La Rosa de Naran 2. El destino de Aekya




¡Ya está aquí la segunda parte de La Rosa de Naran 2!


Para conocer el futuro, primero tendrás que viajar al pasado.





Sinopsis

Aekya, una elfa oscura distinta a los demás, no disfruta con la muerte ni se deleita con la tortura. Sin embargo, el destino la obliga a servir al ser que más odia y a convertirse en aquello que desprecia. Su único consuelo está en la Torre de la Luna, un lugar oculto lleno de misterios y magia antigua. 
El astuto y sanguinario Tharsus quiere destruir a los driath y a los guardianes de los elementos. Para ello necesita los dos objetos mágicos más poderosos de Zailën, cuyo paradero es un enigma. Aekya será la encargada de buscarlos. 
¿Logrará superar los obstáculos sin perderse a sí misma por el camino? ¿Conseguirá Tharsus destruir la luz de Zailën? 
Descubre esta emocionante aventura y sumérgete de nuevo en el fantástico mundo de Zailën. 




Mapa Infierno Oscuro






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Ediciones Arcanas






PRÓLOGO 
UNA HISTORIA OLVIDADA 


Todo es oscuridad. Y frío… mucho frío. 
El dolor me invade y desgarra mi alma. Estoy acurrucada en una esquina. Noto la dureza del suelo y la rugosidad de las paredes. Mi alma se derrama por las heridas que cubren mi piel. Hay tantas… Los jirones de mi ropa están empapados. Me concentro en lo que siento para alejar los pensamientos que me invaden. Su rostro me tortura sin tregua. 
Abro los ojos, usando todas mis fuerzas en ese pequeño e insignificante gesto, para poder apreciar el débil haz de luz azulada que se cuela por la diminuta apertura que hay en una de las paredes. No hay nada que ver, pero no quiero morir en la oscuridad. 
No me quedan fuerzas para seguir. Su mirada impasible se cuela en mi mente provocando que mi corazón se desgarre aún más, si eso es posible… ¿Cómo ha podido quedarse mirando sin más? ¿No ha sentido nada? Recuerdo las veces que me decía: «No deben saberlo, Aekya. Escóndelos. Que no vean lo que sientes». ¿Eso hacía? No… Su mirada era cruel, como las demás. 
Siento una humedad cálida recorriendo mis mejillas y me odio a mí misma por dejar que me afecte tanto. Pero estoy rota de todas las formas que puede estarlo una persona. No queda en mí ni un ápice de esperanza. No queda piel que desgarrar y no queda alma ni corazón que destrozar. Intento abrazarme para calmar mi sufrimiento, pero miles de pinchazos de dolor me atraviesan. ¿Por qué no he muerto ya? Mis huesos, mi piel… todo está roto. ¿Por qué sigo respirando? 
Ellos me han quebrado físicamente, pero él… él me ha quitado algo que jamás recuperaré. Le creí… Sus mentiras… No puedo dejar de pensar en todas esas palabras, ahora vacías, que me decía… Sólo quiero morir. 

****

Aekya abrió los ojos y permaneció mirando el techo unos minutos. Las lágrimas habían dejado un reguero por sus mejillas. Cerró con fuerza los párpados, obligándose a reprimir un grito. Odiaba las pesadillas…, o recuerdos. Durante un tiempo había conseguido librarse de ellas, pero en los últimos días la visitaban con frecuencia. 
Se levantó y fue hacia la ventana. Aún era noche cerrada y Esmelina estaba en calma mientras sus habitantes descansaban. Sólo se oía el ulular de los búhos, las únicas criaturas que estaban despiertas a esas horas en esa parte de Zailën; y ella, una elfa oscura que vivía entre elfos de la luz. Sonrió ante la extraña situación. Quién lo habría dicho… 
Se dirigió al pequeño habitáculo contiguo a su habitación. Hizo un aspaviento con la mano a la vez que susurraba una palabra y la bañera se llenó mágicamente. Se deshizo de su diminuto kamese y se metió en ella. Dejó que la sensación del agua casi hirviendo la invadiese. El dolor físico la ayudaba a concentrarse y aliviaba el enorme peso que cargaba. A veces creía que se ahogaría. 
No supo cuánto tiempo estuvo sumida en sus pensamientos, pero cuando volvió a la realidad, el agua estaba helada. Mientas se secaba frente al espejo, dejó que la magia que escondía sus cicatrices desapareciera. Su largo cabello níveo ocultaba parte de la espalda, pero a ella no le hacía falta verlas para saber cuántas había: doscientas treinta y nueve exactamente. Pero sólo eran marcas sobre la piel; las que realmente importaban, las que le quitaban el sueño y la destrozaban, no eran visibles a los ojos de nadie. 
Las volvió a ocultar y se vistió con su conjunto de cuero favorito. No quería seguir sola, mucho menos pensar, así que decidió ir al campo de entrenamiento. Al salir, la frescura de la noche le dio la bienvenida. Cerró los ojos y aspiró con fuerza. Una voz llegó a su mente de improviso. 
«Una linda noche para pasear, ¿no crees, Aekya?» 
—¡Diablos, Mirka! —exclamó con brusquedad y el corazón a punto de estallarle—. Deberías colgarte unas lucecitas de colores o algo así. Un día vas a matar a alguien de un susto. 
Lo buscó con la mirada. El fénix estaba posado en una rama cercana y la observaba con esos profundos ojos que parecían ver a través de sus escudos. Desvió la mirada, incómoda. 
«Siento haberte asustado. No esperaba encontrarme con nadie». 
—Ya… Bueno, yo tampoco. 
«Aún es pronto para entrenar». Mirka alzó la cabeza emplumada hacia el cielo. 
—Lo sé… —Aekya no sabía muy bien qué decir. La presencia del pájaro la ponía nerviosa—. La verdad es que no me apetecía seguir en la cama. Necesito pegarle a algo. 
Mirka le dedicó su profunda mirada y emitió un sonido parecido a una risa. 
«Deberías descansar. Se avecinan malos tiempos». 
—Prefiero entrenar. Me ayuda a no pensar —confesó, encogiéndose de hombros y mirando al horizonte. 
«Recordar no es malo, Aekya. Recordar sin dolor es difícil, mas no imposible. Pero guardar las cosas que nos hacen daño y no dejarlas salir… Eso sí es malo. A veces, hablar con alguien nos hace más bien de lo que podemos llegar a entender». 
El ave emprendió el vuelo, dejando a la elfa desconcertada. 

****

Aekya caminaba ensimismada, pensando en las últimas palabras que le había dedicado Mirka. Por otro lado, tenía razón, era demasiado pronto para entrenar. Decidió dar un rodeo para hacer tiempo. 
Tomó un sendero que muy pocos conocían, ya que bordeaba Esmelina por el Bosque Profundo y pasaba por una pequeña laguna solitaria. Solía ir allí cuando quería estar sola. Y ese era uno de esos momentos. 
Divisó el claro a lo lejos. La luz de la luna, que brillaba llena en el cielo, se reflejaba sobre la superficie oscura del agua. El paisaje era precioso y triste a la vez. Conforme se aproximaba, pudo distinguir en la orilla una diminuta luz titilante. Parecía un hada, pero no estaba segura. 
Confirmó sus sospechas unos pasos más adelante. Solo se le ocurría un hada capaz de estar sola a esas horas y en ese sitio. 
Cuando llegó a Esmelina por primera vez, se sintió fuera de lugar. Nadie parecía querer hablar con ella. Todos mantenían las distancias de la «terrible y malvada elfa oscura que la Guardiana ha traído a vivir entre nosotros». Solo ella se atrevió. Fue muy amable y le enseñó Esmelina, incluida esa laguna. Desde entonces, era lo más parecido a una amiga que tenía. 
Se acercó a ella. 
—Hola, Wanda. 
El hada plateada se giró para mirarla. Aekya pudo observar su semblante cargado de tristeza. Diminutas lágrimas doradas se derramaban de sus extraños ojos líquidos del mismo color. El contraste con su cabello y su vestido, ambos plateados, era un espectáculo a la vista. 
—Aekya… No esperaba verte por aquí. 
La elfa sonrió con ironía. 
—Ya… Yo no pensaba encontrarme con nadie, pero está siendo una noche muy concurrida. 
Wanda la miró con una ceja arqueada, sin comprender. Aekya hizo un gesto negativo, restándole importancia. 
—¿Qué te ocurre? —le preguntó con un deje de preocupación y una ligera noción del responsable—. ¿Duke? 
Wanda asintió y ambas se quedaron en silencio, observando el reflejo bailante de las luciérnagas sobre el agua. 
Duke era un lobo muy especial. A veces parecía un niño y, aunque Aekya quería estrangularlo la mayor parte del tiempo, lo cierto era que lo consideraba parte de su familia. Llevaban juntos muchos años. Ambos servían a Noa, la Guardiana de la Tierra, y la querían como si fuese su madre; por lo que, en cierto modo, eran como hermanos. 
«Un hermano igual de molesto que un grano en el culo», pensó con cariño, a su pesar. Duke y Wanda siempre habían mantenido las distancias, pero en las últimas semanas los había visto juntos todo el tiempo. 
—Me ha dicho que me ama —confesó al fin el hada, tras un suspiro. 
Aekya se revolvió incómoda. Ya imaginaba algo por el estilo, pero ella no era la indicada para mantener una conversación cuyo tema principal fuese el amor. No era algo de lo que le gustase hablar. De hecho, para ella ese tipo de amor era una farsa…, o eso pensaba hasta que conoció a Katia y a William. En el poco tiempo que había pasado, la hija de Noa y su compañero le habían enseñado que el amor verdadero, aunque en raras ocasiones, existía y que, por él, algunas personas estaban dispuestas a entregar su vida. 
—¿Y tan malo es eso? —preguntó pensando en los tortolitos. 
—Claro que es malo, Aekya. Duke es un lobo y yo soy un hada, diminuta además… ¿En qué mundo es eso posible? —Wanda no pudo evitar que nuevas lágrimas inundaran su rostro. 
—¿Tú le quieres a él? 
—¿Acaso eso importa? —preguntó con la voz estrangulada. 
—Claro que importa, Wanda. De hecho, es lo único que importa. 
—Eso es una idiotez. ¿Cómo va a ser lo único que importa? Es un lobo y yo un hada… ¿Qué parte de nuestra anatomía no te ha quedado clara? —increpó ofuscada. 
Aekya resopló. 
—Eso lo tengo bastante claro —repuso mordaz—. Pero podéis estar juntos. ¿No es eso lo más importante en el amor? 
—¿Qué sabrás tú del amor? Si siempre estás amargada y no te relacionas con nadie —la acusó el hada, que se había dejado llevar por la frustración y la desesperación que sentía. 
Se arrepintió nada más decirlo. Miró a la elfa con las manos juntas a modo de plegaria y una expresión de culpabilidad en el rostro, cubierto de lágrimas. 
—Lo siento mucho, Aekya. Lo siento de verdad. Tú no tienes la culpa y lo estoy pagando contigo. Pero es que todo es tan… —El llanto no la dejó terminar. 
Aekya negó con la cabeza. 
—Tranquila, Wanda, no pasa nada —la calmó, para asombro del hada, mientras le tendía un pañuelo surgido de la nada. 
Durante unos minutos, en el claro solo se oyó el llanto desconsolado de Wanda. Aekya no sabía muy bien cómo actuar. No se le daba bien consolar a nadie y no encontraba las palabras adecuadas, así que permaneció en silencio. 
Alzó la vista hacia la luna llena. Su luz brillaba con intensidad, pero muy distinta a la de su mundo. Imágenes de él abrazándola mientras admiraban la hermosa luna azul de Infierno Oscuro acudieron a su mente. El dolor también regresó con sus recuerdos. Quizá Mirka tuviese razón y le viniese bien soltar un poco de esa carga que le atenazaba el corazón. Tal vez, también a Wanda le sirviera de algo… 
—¿Sabes, Wanda? Al contrario de lo que todos pensáis, no siempre he sido así. Al menos, no del todo. Una vez amé a alguien… Hace mucho tiempo. 
El hada se giró para mirarla con los ojos como platos y la boca abierta. 
—¡¿En serio?! 
Aekya no pudo evitar sonreír ante su expresión. 
—Sí… —asintió—. Y cierra la boca, anda, que te va a entrar una de esas luciérnagas. 
—Lo siento… Yo… No me esperaba esa revelación. Eres tan… Esto… 
Wanda se tocó el pelo con nerviosismo mientras intentaba pensar una palabra que definiera el carácter de la elfa sin volver a ofenderla; algo harto difícil. 
—¿Borde? ¿Seca? ¿Antipática? —le ofreció Aekya. 
Wanda le mostró una sonrisa avergonzada. 
—Bueno… Sueles ser así a menudo, de ahí que no tengas muchos amigos —dijo a modo de disculpa, encogiéndose de hombros. 
—Eso intento —confesó tan bajito que el hada no estaba segura de haberla oído. 
Wanda puso su mano sobre la de ella y la apretó con cariño. La elfa le dedicó una sonrisa triste y volvió la vista al cielo. Su mirada, perdida y acuosa, parecía absorta en algún recuerdo lejano. Hasta ese momento, el hada no se había fijado en el aura de tristeza que cubría a Aekya esa noche. Últimamente la había notado algo más huraña de lo normal, y de peor humor, pero con todos los acontecimientos que tenían lugar en Zailën en ese momento, no era de extrañar. La Guardiana de la Tierra había sido secuestrada por Atarrán, un malvado hechicero cuya máxima aspiración era destruirlos a todos. La gravedad del asunto había reunido a los otros tres Guardianes de los mundos mágicos de Zailën —Aylen, el Guardián del Fuego, Ondina, la Guardiana del Agua y Nuberum, el Guardián del Aire— para llevar a cabo el rescate. En pocos días, un numeroso ejército de mágicos de los cuatro mundos partiría a enfrentarse a él y a sus malvados seguidores, entre los que se encontraba el pueblo de Aekya. Si eso no bastaba para estar triste y preocupada… Nada más podía entonces. Todo estaba descontrolado. 
—Nosotros te queremos, aunque seas insufrible —rompió el silencio para aligerar el ambiente que se había instalado entre ellas—. Además, ¡últimamente estás muy bien acompañada! 
Aekya giró los ojos exasperada, pero con una sonrisa jugando en la comisura de sus labios. 
—Esos cuatro son más insufribles que yo —se quejó—. Katia y Wiliam se pasan todo el día haciéndose carantoñas, y Gypsy, ese dichoso duende brownie, les sigue a todas partes comiendo pasteles sin parar. En cuanto a Errolw… Ese elfo es el peor de todos. 
Wanda soltó una carcajada. 
—Sí…, ese pelirrojo no te quita el ojo de encima. 
—¡Ni en sueños! —negó con energía, a pesar de que algo se revolvió en su interior. 
—¿Y quién fue el afortunado que consiguió la imposible tarea de conquistar el duro corazón de Aekya? —preguntó el hada algo más animada; sin embargo, la expresión que apareció en el rostro de la elfa la hizo desear no haber preguntado—. Lo siento, Aky… No quería ser impertinente… 
—No, Wanda… Está bien. Todo esto de Noa, conocer a Katia y a los demás… Está reabriendo viejas heridas que creía haber superado. Mirka me ha dado un consejo y creo que voy a hacerle caso. —Suspiró decidida—. ¿Quieres oír una historia? Quién sabe, tal vez nos sirva para algo… 
—Por supuesto —aceptó el hada, mientras se preparaba para oír una de las historias mejor guardadas del mundo mágico. 



INFANCIA TRUNCADA 



Kyrsar; mi pueblo, hogar de los drows; elfos oscuros. Seres malvados cuya única aspiración en la vida es cometer actos malignos por el simple placer de hacer sufrir a los demás. Y como ellos, Kyrsar es una ciudad sin sentimientos, sin corazón. Se encuentra en Infierno Oscuro, un lugar que hace honor a su nombre. Sus habitantes fueron castigados por los Guardianes a causa las maldades cometidas. Así, fueron relegados a vivir en un sitio tan oscuro como sus corazones. Una vez fue tan hermoso como Bosque Terrina, pero de eso hace ya mucho tiempo. Ya no hay vegetación capaz de arraigar en esas tierras yermas y rocosas sin ayuda de la magia, y la única luz que brilla es el ligero y mágico fulgor azul que emite la luna y refleja el suelo. 
La luna… Recuerdo que pasaba horas mirándola cuando era una niña. 
Mis tres hermanos eran todo lo que mi padre, el gran y terrible autoproclamado dirigente de los drows, quería en su estirpe: crueles y sin un ápice de bondad en su interior. Capturaban criaturas para torturarlas lentamente, solo para ver cuánto dolor podían causarles antes de que muriesen. Incluso hacían apuestas para ver quién infringía más dolor. Mi padre disfrutaba con ello; todo el pueblo en realidad, que encontraba la práctica como un espectáculo. Solían reunirse a menudo en la plaza del pueblo para disfrutar de las atrocidades que se les ocurrían. 
Yo era distinta; demasiado. Al igual que a mis hermanos, mi padre intentó inculcarme sus gustos e ideales desde mi más tierna infancia, sin éxito alguno. Me obligaba a ver las más horribles y monstruosas torturas, y, en cuanto pude sostener un cuchillo, intentó obligarme a provocarles dolor a los prisioneros. Ante mi negativa, me castigaba haciéndome luchar contra mis hermanos, todos mayores y más diestros que yo. Cuando decidía que la paliza había sido suficiente, me dejaba marchar hasta la siguiente lección. El dolor era insoportable, pero la humillación era aún peor. Odiaba sentirme así y que todos me considerasen la más débil, así que corría a esconderme para que nadie viese mis heridas ni mis lágrimas. 
Un día, buscando un buen sitio donde ocultarme, me adentré en el Bosque de Thar, que rodeaba Kyrsar. Encontré un camino oculto que me llevó hasta La Torre de la Luna, un santuario sagrado olvidado por mi pueblo y ocupado solo por los místicos de mi raza; locos religiosos que entregaban su vida al servicio de los Antiguos Dioses Oscuros, los dioses de la muerte. Estaban tan entregados a esa tarea que no se percataban de la niña elfa que sorteaba la Fosa de Urnius —cuyas aguas hechizadas despojaban de sus recuerdos a todo el que las tocase— y trepaba por la torre casi todas las noches. 
Permanecía horas encaramada ahí arriba. Era tan alta que me permitía ver más allá de Kyrsar. A veces miraba hacia el sur, hacia la frontera de Infierno Oscuro, con la esperanza de contemplar el sol. No podía, pero desde allí la luna era un espectáculo a mis ojos. Su luz azulada calmaba mi corazón. 
Me quedaba en la torre hasta que la sangre de mis heridas se secaba. Entonces, volvía al palacio a hurtadillas. Mi madre solía esperarme en mi alcoba, con hierbas y vendas para curarme. 
—No puedes seguir así, Aekya —me dijo en una ocasión—. Tienes que aprender a defenderte o acabarás muerta. Y por la oscuridad que nos alumbra, ¡eres una drow! Empieza a actuar como tal. 
—Pero no puedo hacerlo, madre. No quiero hacerlo… No quiero ser como ellos. 
—Pues entonces, aprende a defenderte —sentenció—. Aún eres pequeña, pero no lo serás para siempre. Cada vez quedan menos lunas más para que te conviertas en una mujer. Y entonces, sus castigos serán peores… Mucho peores. 
Se fue, dejándome sola en la habitación. No entendí, o no quise entender, a qué se refería con eso. Pero decidí hacerle caso. 
Entrené día y noche con la espada, con el arco y con todas las armas que pude sostener. Me esforcé por aprender a defenderme y poco a poco conseguí parar algunos golpes de mis hermanos; incluso a veces se los devolvía. Pero seguí negándome a torturar prisioneros y ayudaba a escapar a todos los que podía. En cuanto mi padre lo descubría, me azotaba y mandaba a mis hermanos a pegarme. Él creía que el motivo de mi desobediencia era mi negativa a torturarlos; si no había prisioneros, no me castigaría. Esa no era la razón por la que los dejaba libres; pero, por mi bien, lo mejor era que mi padre lo creyese así. 
El tiempo pasó y las cosas siguieron igual. Sin embargo, con cada enfrentamiento iba mejorando y, en algún momento, dejaron de ser castigos para convertirse en duros combates que, cada vez con más frecuencia, ganaba yo. Eso enfurecía a mi padre, que me presionaba con más ahínco. No porque venciese a mis hermanos, algo que mi tío Horik y él disfrutaban viendo, sino que, según sus propias palabras: «Estás desperdiciando tus magníficas habilidades de combate, que claramente has heredado de mí, al resistirte a algo que forma parte de tu vida y que, tarde o temprano, tendrás que aceptar». 
Yo me negaba y vuelta a empezar. 
Al final se cansó. Verme ganar dejó de tener gracia para él. Entendió que así no conseguiría doblegarme y cambió de estrategia. Mi madre era la única persona que me importaba en aquel mundo infernal. Para él solo era el recipiente que había incubado a sus hijos, así que la tomó con ella. La acusó de haberle engañado y haber engendrado una hija con otro, pues era imposible que yo llevase su sangre. La encerraron y la privaron de sus necesidades más básicas. 
Fui a verla en cuanto me enteré. Dos guardias, armados hasta los dientes, vigilaban la gran puerta de bronce que daba acceso a los aposentos de mi madre. Mi padre se encontraba apoyado en la pared de roca pulida con los brazos cruzados. Al verme, sonrió con malicia. Me estaba esperando. 
—Veo que te has enterado. 
—¡Suéltala! —le gruñí. 
—No. Es mía. Y tú también. 
La impotencia inundó mi ser. Y la rabia; una profunda rabia hacia él. 
—Ella no ha hecho nada. Tu acusación es falsa —constaté apretando la mandíbula. 
Todo el mundo lo sabía. Para mi desgracia, físicamente era la viva imagen de mi padre. 
Sus ojos me miraron con malicia. 
—Cada vez que te niegues, Aekya, tu madre recibirá diez latigazos en la plaza del pueblo —me dijo con seriedad. 
—¡No puedes hacer eso! —exclamé horrorizada—. ¡Es tu consorte! —El odio en mi voz era evidente. 
—Claro que puedo —rio con suficiencia—. La acusaré de traición, por ramera, y permanecerá atada a un potro. 
Me odié a mí misma por permitir que mis lágrimas de impotencia apareciesen en aquel momento. Su sonrisa se ensanchó aún más. 
—El amor y la conciencia no sirven para nada, solo te hacen más vulnerable. Eres predecible y manipulable. —Su tono reflejaba el asco que sentía—. Cuando se vaya la luna, preséntate en el Salón de Torturas o tu madre sufrirá por tu cobardía. Y una cosa más… Dentro de tres lunas serás una mujer y podré aplicar todas las leyes sobre ti. Niégate y te casaré con la peor criatura que encuentre. 
Se fue soltando una fuerte risotada que me erizó la piel. 
Solo tres lunas… Me quedé paralizada frente a la puerta. Las miradas de los guardias se clavaron en mí. Ni un ápice de compasión asomaba a sus ojos. Todos eran iguales… ¿Por qué yo no? ¿Qué había mal en mí? 
«¡No! Me niego a pensar que soy yo la que está mal. Ellos son los enfermos», pensé mientras la ira me quemaba la sangre. 
Me tragué las lágrimas y fui a ver a mi madre. Crucé el umbral sin mirar a los guardias y con la cabeza bien alta. 
Sus aposentos ocupaban buena parte del ala oeste del Castillo de Piedra. Estaban formados por tres habitaciones: un salón, una sala para el aseo, una alcoba con una gran cama en el centro —para cuando mi padre decidía hacerle alguna visita— y un armario provisto de vestidos y enseres. Los colores alegres no estaban permitidos, así que la decoración era tan tétrica como el resto del castillo. 
La primera estancia era el gran salón, pero no estaba allí. Mis ojos se desviaron hacia la estantería llena de libros que cubría una de las paredes casi por completo. Mi madre solía sentarse en uno de los sillones frente a la chimenea que había al lado y me leía las historias que guardaban. 

Me fijé en la bandeja de plata que descansaba sobre la mesa de cristal pulido y madera ennegrecida, situada cerca de uno de los sillones. Contenía un mendrugo de pan y un cuenco con lo que parecía algún tipo de brebaje. Solo le habían traído eso para comer. Apreté los puños con tanta fuerza que las uñas se me clavaron en la piel. 
La puerta cercana a la chimenea, que daba acceso al cuarto de aseo, se abrió. Verla me rompió el corazón. Tenía un labio partido y el ojo hinchado. Un feo color morado se extendía por la mitad izquierda de su cara. 
«¡Ese hijo de…!», pensé mientras la furia recorría mis venas. 
—¡Madre! —Acudí en su ayuda, pues cojeaba al andar. 
La ayudé a sentarse en su butaca preferida y le acerqué el cuenco para que bebiera. Ella agitó la cabeza. 
—No… Está asqueroso —se quejó. 
—Pero tienes los labios secos —dije en apenas un susurro—. Lo siento mucho… 
Las lágrimas inundaron mi rostro y la culpa me oprimió el corazón. Su mano temblorosa me acarició la mejilla y me las enjugó. 
—No debes sentir nada. Sentir te hace débil, Aekya. No sobrevivirás en su mundo si dejas que tus sentimientos te dominen. 
—¡¿Cómo puedes decirme eso?! ¿Acaso tú no sientes nada? 
—Por supuesto que sí, mi dulce niña…, pero no dejo que lo sepan. 
Observé sus ojos negros. Eso y los mechones azabache que salpicaban mi níveo cabello eran lo único que tenía de ella. Y, al parecer, su corazón. Me alegré por ello.
—¿Por qué somos tan diferentes, madre? —pregunté abatida. 
—No todos los seres de una raza son iguales. No nacemos predispuestos a hacer el mal o el bien, Aekya. Por mucho que tu padre lo crea. 
—Pero los drows son malvados —dije pensando en mis hermanos y en el resto de mi pueblo. 
—Todos tenemos bondad y maldad en nuestro interior. La mayoría acaba imitando lo que aprende de pequeño, pero no tiene por qué ser así. —Tomó mis manos entre las suyas y me dedicó una mirada cargada de amor—. Son nuestros actos los que determinan quiénes somos. Todos cometemos errores, todos hacemos cosas buenas y cosas malas. Pero somos nosotros mismos los que decidimos qué parte queremos potenciar. 
—Yo quiero ver el sol… Quiero ayudar a los demás —confesé en un susurro. 
—Eso no podrás hacerlo aquí —me dijo mientras me acariciaba el cabello con dulzura—. Ha encontrado una forma nueva de presionarte. Y si esta no funciona… buscará nuevas formas de hacerlo. Eres un reto para él y no dejará de intentarlo hasta que lo consiga o… mueras. 
Lancé un suspiro de frustración, intentando aligerar todo el peso que cargaba mi corazón. O cedía, quebrando así mi voluntad, o dejaba morir a mi madre… 
«Una elección muy fácil», pensé con ironía. 
—Huye. 
Su palabra atravesó mi mente. La miré desconcertada, sin entender. 
—¿Qué? 
—Me has oído. Huye. Nunca he podido decidir nada en mi vida. Tú eres lo único bueno que tengo y no quiero verte convertida en lo que él quiere. Aléjate de Kyrsar. Busca tu propio camino. 
—N-No puedo dejarte… —Intenté razonar una explicación lógica, pero nada coherente salía de mis labios. 
—Vete ahora. Eso no se lo espera, no es propio de ti. Huye y vive tu vida como desees vivirla, hija mía —sus ojos acuosos me miraban con convicción. 
—Te matará… 
—Sí. Pero no hay nada que me retenga aquí y tú tienes una vida que vivir… 
Me empujó hacia la puerta y yo, cobarde, hui. 
Me oculté de la vista de todos. Me escabullí por largos pasillos de piedra erosionada, olvidados hacía tiempo. Con el corazón palpitando en el pecho con frenesí, salí del palacio como una sombra. No podía usar la magia de mi raza, pues aún no me había convertido en mujer, así que usé mi habilidad desarrollada durante los años de palizas y castigos. Llegué hasta La Torre de la Luna sin ser vista. Mi viejo escondite me dio la bienvenida y allí, mirando al cielo iluminado por la gran luna azul, lloré hasta que me quedé sin lágrimas. 

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2 comentarios:

  1. ¿Cuándo saldrá a la venta? Estoy demasiado emocionada!!

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    1. ¡Mañana! A partir de mañana ya estará disponible :)
      Puedes comprarlo a través de la web de la editorial www.edicionesarcanas.es o en librerías.

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