La brújula mágica

Esta nueva novela es una historia de aventuras ¡llena de piratas y viajes en el tiempo!


Sinopsis

A Carla y a Simón les encanta jugar con su abuelo Críspulo a los piratas y buscar tesoros en la cala que hay cerca de su casa.

Un día, su abuelo se cae por las escaleras y queda malherido. Todos están muy tristes y van a visitarlo al hospital, pero cuando los mayores no están, Críspulo les entrega una llave misteriosa y les encarga una misión: deben ir a su casa, buscar la puerta oculta y encontrar su tesoro. ¡Su abuelo es un pirata de verdad! Y algo más sorprendente, ¡puede viajar en el tiempo!

Pero no todo es tan divertido porque alguien busca el tesoro del abuelo y no tiene buenas intenciones. Carla y Simón corren a esconderlo, pero, sin querer, cruzan una grieta temporal y van a parar a otro tiempo.

¿Salvarán el tesoro del abuelo? ¿Serán capaces de volver a casa?

¡Acompaña a Carla y Simón en esta aventura!


Booktrailer de La brújula mágica

Podéis comprarlo en las librerías o a través de la web de Ediciones Arcanas




Y lo mejor: ¡está ilustrado por Kharen Salmerón!



 

Estas son algunas de las ilustraciones interiores.



Lee los primeros capítulos:


1
Una mala noticia


Carla tiraba del brazo de su hermano con fuerza. Su madre los había llamado desde la cocina para contarles algo malo, estaba segura por el tono preocupado que había usado. Simón iba arrastrando los pies con la clara idea de frenar a Carla.
—¡Jooo, Carla! Déjame en paz. Estaba jugando a los legos tan tranquilo… —gimoteó.
—¡Eres un crío! —resopló frustrada, tirando de él—. Ya tienes seis años, Simón. ¡Compórtate! Mamá nos ha pedido que vayamos porque tiene algo que decirnos. ¿No tienes curiosidad?
—Bueno… sí. Pero ¡estaba a punto de construir algo impresionante y ahora se me va a olvidar!
Carla puso los ojos en blanco y abrió la puerta de la cocina. Su madre estaba sentada en un taburete. Sobre la mesa había varios pañuelos de papel arrugados y un paquete casi vacío. Se limpiaba las lágrimas mientras su padre le acariciaba con cariño la espalda.
Al ver a sus hijos entrar, Irene se recompuso como pudo. Se recogió el cabello castaño en un moño y se alisó la bata rosa, que aún llevaba puesta. Ni siquiera se había quitado el pijama.
Carla observó a sus padres. No tenían buen aspecto.
Simón, al ver el panorama, comprendió que algo malo pasaba y dejó de resistirse.
—Buenos días, niños —dijo Irene.
—¿Qué ocurre, mamá? —preguntó Carla con un nudo en el estómago.
Su madre suspiró. Vio cómo su padre le apretaba el hombro con cariño para infundirle fuerzas y se temió lo peor.
—El abuelo… Bueno…  Está en el hospital. —La voz se le quebró.
—¿Se va a morir? —soltó Simón preocupado.
Irene volvió a llorar.
—El abuelo es fuerte, seguro que sale de esta —intervino Andrés, acariciándose el pelo canoso con nerviosismo.
Carla clavó sus ojos almendrados en los verdes de su madre, intentando averiguar si ocultaba algo más.
—¿Qué le ha pasado? —le preguntó.
—Se ha caído por las escaleras y se ha clavado un abrecartas en la barriga… No entendemos muy bien cómo —explicó Irene.
—¿Podemos ir a verlo?
—Claro que sí, mi niña. Vamos a ir ahora mismo. Subid a vestiros mientras papá hace el desayuno. Yo… voy a darme una ducha.
Una hora y media después se encontraban en el monovolumen gris de la familia de camino al hospital. Tardaron algo más de una hora ya que el padre de Irene vivía en un pequeño pueblo costero sin hospitales y lo habían trasladado al de la ciudad colindante.
Andrés los dejó en la puerta de entrada mientras iba a buscar aparcamiento. Los chicos se dirigieron al mostrador cogidos de la mano de su madre, que tenía los ojos rojos y cara de preocupación.
—Disculpe, nos han llamado. Han ingresado esta mañana a mi padre…
—Dígame su nombre, por favor.
—Críspulo Aspérez Sariego.
La enfermera miró a Irene con cara de extrañeza, pero se guardó su comentario al ver su cara de sufrimiento.
—Está en la UCI. Planta tres. El horario de visitas es de dos a dos y media y de ocho a ocho y media de la tarde.
Irene miró el reloj, aún faltaban veinte minutos. Aun así, le dio las gracias a la enfermera y se dirigió con sus hijos al ascensor. En ese momento Andrés cruzó las puertas correderas de cristal que accedían al vestíbulo.
—¿Ya sabes dónde está?
Irene asintió y le dio la información.
—Bien, vamos.


2
El secreto del abuelo


El tiempo pasaba despacio e Irene no dejaba de dar golpecitos en el suelo con el pie.
—Familiares de… Críspulo Aspérez Sariego.
Carla e Irene se levantaron de un salto, seguidas de Andrés y Simón.
—¡Nosotros! Soy su hija —se apresuró a contestar Irene.
—Soy Adolfo García, el médico de su padre…
—¿Cómo está? —lo cortó nerviosa.
—Dentro de la gravedad de la caída y el apuñalamiento, está mejor de lo que cabría esperar —le dijo con una sonrisa amable.
—¡Gracias a Dios! —exclamó aliviada.
Carla y Simón se abrazaron a ella algo más relajados. 
—De momento vamos a tenerlo en la UCI, pero, si evoluciona bien, en unos días lo subiremos a planta.
—Gracias, doctor. ¿Podemos verlo? —preguntó Andrés.
—Sí, pero pasen de dos en dos. Está sedado, así que probablemente no pueda hablar. Pero háblenle ustedes, eso siempre ayuda a los pacientes.
Se despidió y fue a llamar a otros familiares.
—Bien, entramos primero papá y yo y luego vosotros dos. ¿De acuerdo? Nos esperáis aquí sentados —dispuso Irene.
Carla asintió, pero Simón hizo un mohín y protestó:
—Pero yo quiero ver al abuelo…
—Ahora irás con tu hermana, ¿vale? —intentó apaciguarlo su padre.
Simón se puso a llorar.
—¡Joooo! ¡Pero yo quiero ir ahora! 
—¡Simón, por favor! ¡Ahora no es momento para tus tonterías! —le regañó Carla enfadada—. Te esperas y punto.
Simón sorbió. Irene le acarició el cabello con ternura.
—Venga, hombrecito. Necesito que te portes bien por mamá y por el abuelo…
Le dio un beso en la cabeza y le limpió las lágrimas. Simón asintió, se quedó en silencio mientras sus padres se iban.
Quince minutos después, Irene y Andrés salieron de la zona de habitaciones. Ella tenía el rostro más relajado y ya no lloraba.
—Venga, chicos. Ya podéis pasar.
Carla y Simón fueron a ver a su abuelo. Lo encontraron en una cama bastante alta y rodeado de varias máquinas que controlaban sus constantes vitales. Tenía un gotero y una mascarilla que le tapaba parte del rostro. Incluso aquella horrible cicatriz que le partía el labio.
—Parece que está durmiendo… —comentó Simón, cogiéndole la mano con cariño.
Los dos le adoraban. Siempre les contaba historias de piratas y tesoros escondidos. Era bastante mayor, aunque nunca les había dicho la edad real que tenía; cada vez que le preguntaban decía una distinta. En su cumpleaños se lo pasaban muy bien poniendo las velas.
Carla se acercó a él y le apartó un mechón cano del ojo. Solía llevarlo largo, casi hasta los hombros, y recogido en coletas. Le daban un aspecto gracioso.
—Hola, mis niños —musitó Críspulo con la voz distorsionada por la mascarilla.
Los chicos se sorprendieron cuando abrió los ojos, azules como el cielo, y los clavó en ellos. Primero en Simón, que estaba en el lado izquierdo de la cama, y luego en Carla, que estaba en lado contario.
—¡Abuelo! —exclamaron al unísono, sonrientes.
Críspulo rio, pero un ataque de tos le sobrevino. Los niños lo miraron asustados.
—¿Llamamos a mamá? —preguntó Carla.
Su abuelo negó con la cabeza.
—Tengo que deciros algo y con ellos no puedo. Acercaos…
Los niños le miraron con curiosidad antes de obedecer.
—No hay mucho… tiempo. No me he caído, me han tirado. He luchado, pero ya no tengo tantas fuerzas como antes. Querían el mapa…
—¿Qué dices, abuelo? —lo interrumpió Carla, incrédula.
—¿Y mi ropa? Búscala, Carla.
La chica puso los ojos en blanco y resopló, pensando que su abuelo deliraba; aun así, buscó en la puertecita que había bajo la mesa cercana a la cama. Sacó una bolsa verde y la elevó para que Críspulo la viera.
—La tengo, abuelo.
Simón se acercó a ella.
—Busca mi guardapelo, rápido —la instó con la mascarilla sobre la frente para que le entendiesen.
La niña resopló de nuevo y rebuscó hasta encontrarlo. No recordaba a su abuelo sin aquel medallón. Lo llevaba puesto hasta en verano. Tocó con los dedos la fina cadena de plata y tiró de ella.
—¡Aquí está!
Alzó la reliquia para que la vieran. En la tapa tenía grabados de flores.
—Ábrela —tosió de nuevo y se colocó la mascarilla para poder respirar.
Simón estaba ansioso por ver lo que su abuelo guardaba con tanto ahínco, ya que nunca les había enseñado el interior. Siempre decía que estaba la foto de su amada esposa y verla le hacía daño.
Cuando Carla lo abrió, se quedó asombrada con la belleza de la mujer de la foto. Se parecía muchísimo a ella. Había una inscripción: «No pierdas el norte, Viajador».
—¿Es la abuela? —preguntaron los niños a la vez.
Críspulo asintió con los ojos brillantes, pero no miró el guardapelo.
—Debajo de la inscripción hay una pequeña muesca, presiónala —le ordenó con la voz quebrada.
—¿Qué significa la inscripción? —preguntó el niño, leyéndola en voz alta.
—¡Shhhh! ¡Cierra el pico! —le regañó.
Simón lo miró con las cejas alzadas, sin comprender su extraña actitud. Miró a su hermana, que estaba presionando la muesca. Al hacerlo, una contratapa se abrió y dejó a la vista una diminuta llave de plata.
—Cógela. Cuando vayáis a mi casa, subid a mi armario. Detrás del cuadro de Arnold encontraréis la cerradura que abre esa llave. Venga, dejad todo como estaba.
Simón le quitó a su hermana el guardapelo de un tirón y lo metió con rapidez en la bolsa. Justo estaba guardándola de nuevo en el armarito cuando se oyeron unos pasos.
—Pero ¿qué…?  —comenzó a preguntar Carla cuando el médico la interrumpió.
—Bueno, chicos… Es hora de dejar descansar al abuelo —les dijo con amabilidad, indicándoles la salida—. Luego podréis volver. Quizá tengáis suerte y esté despierto.
Carla miró a su abuelo sin entender por qué se había hecho el dormido. «Qué raro es todo esto…», pensó desconcertada.
El médico salió delante de ellos y, justo cuando estaba a punto de salir ella también, su abuelo le guiñó un ojo; solo a ella.
 —Pueden irse a descansar, señora Aspérez. Hasta las ocho no se puede volver a visitar y, si hay cualquier novedad, la avisaremos enseguida.
Irene asintió y se despidió del médico. Suspiró algo más aliviada. Andrés la tenía cogida por el hombro y le dio un beso en la frente.
—Tiene razón, mi vida. Aquí no puedes hacer nada y los niños tienen que comer.
—Lo sé… Pero irme…
—Tenemos hambre, mamá —dijo Simón.
Irene le dedicó una mirada cariñosa y asintió.
—De acuerdo. Vamos a casa del abuelo. Pasaremos unos días aquí… Llamaré al trabajo para pedir los días que me deben. Suerte que estamos en vacaciones de verano, así no tenéis que perder clase.
—Me da pena el abuelo, ¡pero mola su casa! ¡Tenemos la playa a un paso y hay muchos rincones para explorar! —exclamó el niño emocionado.
Andrés sonrió.
—Llamaré yo también a la oficina, a ver si puedo trabajar desde aquí unos días.
Irene asintió y se dirigieron al coche.
Carla se había mantenido al margen de la conversación. Agarraba con fuerza la diminuta llave oculta en el bolsillo de sus bermudas favoritas. Caminaba ensimismada, pensando en lo que le había contado su abuelo. ¿Se habría vuelto loco?


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